Se aproxima el invierno, por no decir que ya está aquí.
Y a pesar del frío y del helor en mis huesos, no había sido consciente de ellos hasta que no le he visto, con las ropas cambiadas tocando una melodía capaz de parar los mecanismos del corazón.
Llega el frío, pero no ese frío que se soluciona con un pañuelo al cuello no, es más bien ese frío que me cala el alma, ese que apenas aprecio si tengo con quien compartir el invierno pero que ahora, al caminar sin tener a alguien que me de la mano, es más que un invierno, un jodido infierno que se alarga hasta dejarme hecha pedazos en un pequeño rincón, esperando a que me recomponga, sola, para volver a atacar como un ciclón.
Llega la soledad a las calles, el paisaje desértico a las playas, las lluvias, las orejas escondidas en gorros, y las mejores fotos.
Llega con todo ello; la melancolía, la tristeza continua, la carencia de sonrisas en el rostro de las personas que es tan difícil de remediar...
Que triste el invierno; momento de reflexión y de recogerme hasta nuevo aviso. Cuando el Sol me llame entonces, para salir a ver todas esas cosas que han ido cambiando mientras mantenía los ojos cerrados para no sentir dolor.
Llega el recordar personas que se fueron, abrazar y dar calor a las que siguen conmigo, hacer lo posible por volver a ver a aquellas que están lejos pero siempre presentes, y cumplir las promesas que hice para romper distancias y llenar álbumes de recuerdos.
Es ahora cuando siento que el tiempo se nos va de las manos, puesto que el Sol en esta época del año pierde la batalla de horas contra la Luna. Y basta que haya la más mínima distancia con las personas cercanas, para entrar en un pozo sin fondo en el que pierdo todas las agujas, y no puedo explotar esa jodida burbuja que apesta en la que me encuentro.
Parece que sí, que ha llegado.
Así que, querido invierno,
compensame con chocolate caliente y un gato.
Marina Reche.